Conversación en La Catedral fue para mí un deslumbramiento. Me conectó de modo definitivo con la literatura latinoamericana y me acercó carnalmente a la realidad, una realidad que aparecía en la novela a partir de una Lima agria como La Catedral, el bar en el que Zavalita desgranaba el Perú y desgranaba algo más, nuestra América. Era el fin de los años sesenta. A su lado y por contraste, me ronda la figura de otro personaje de esa historia, Bermúdez, el siniestro ministro del Interior, razonablemente pulcro, obsesivamente ordenado, cínico e implacable "como correspondía". Por si fuera poco, todavía late en mi mente la escena entre fascinante y obscena del amor prohibido entre dos mujeres que, como en el personaje de Lalita en
La Casa Verde, tenía mucho de erotismo, de pasión y, aunque suene absurdo, de pureza.
Vargas Llosa me apasionó porque me obligó a sumergirme en sus palabras, recorrer los mismos ríos intrincados del "chino" que navegaba los ríos de la selva hasta volverse selva. Pasaba entonces las páginas tratando de adivinar el final de cada capítulo solo para saber cómo resolvería el novelista el siguiente, cómo armaría las piezas intrincadas de la(s) historia(s), cómo envolvería y desenvolvería la trama y los personajes. Era una racionalidad mágica. Pensé entonces, sin haber leído todavía a Joyce ni a Faulkner, que la palabra construida, rodeada, explosiva, intencionalmente trabajada con la paciencia y la destreza del orfebre, lo era todo porque se había convertido en la suma maravillosa de contenedor y contenido en perfecta y desafiante armonía. Admiré la prosa poética, el relato cortante, los personajes cuyo realismo hería. Quedé completamente embelesado con las dos novelas, por encima de
La ciudad y los perros, aunque "el poeta", ese curioso personaje anticlimático del colegio militar Leoncio Prado, aún ejercía una suerte de hipnotismo sobre un adolescente como yo que aspiraba a escribir no solo las cartas de los reclutas, sino la novela del novelista. Buscaba descubrir en el joven cadete el mundo secreto del amor juvenil mirado desde una mezcla de sexualidad animal e ingenuo romanticismo.
No sé si Zavalita y Lalita son los mejores personajes de Vargas Llosa, ni sé tampoco si él mismo a lo largo de su extensa obra mira hoy de otro modo ese
tour de force tan del
boom latinoamericano y tan permeado por las ideas de cuando escribió ambas obras, una Cuba de la que no se podía ser sino rendido admirador, hasta que
-caso Padilla mediante- se destapó la disyun-tiva imposible entre revolución y democracia que Fidel Castro resolvió de modo implacable.
Vargas Llosa, lo dice casi todo el mundo, es un gran narrador pero un derechista radical. Empecemos por el principio, Vargas Llosa es uno de los grandes novelistas de nuestro tiempo y es un liberal convencido y militante que ha decidido hacer de la pluma una trinchera del pensamiento político en el que cree. Podría decirse con ligereza que una cosa no tiene que ver con la otra, pero sería absurdo pretender que el narrador nada tiene que ver con el columnista apasionado. Ambos son uno y el mismo.
Cuando conversé por primera vez con él en 1986 y le hice una entrevista para un programa de televisión en Bolivia, sencillamente pensé que había tenido uno de los mayores privilegios de mi vida.
Su lucidez literaria me abrumaba. ¿Cómo no recordar en ese diálogo
La orgía perpetua y su magistral retrato de Flaubert? Años después me destoqué ante
La utopía arcaica, el más lúcido tránsito por el pensamiento indigenista peruano a partir de la figura gigantesca (pero no intocable) de José María Arguedas.
Hoy prefiero recordar esa primera entrevista y mi admiración ilimitada de esos años. Mis encuentros posteriores con el escritor -como suele suceder- desdibujaron la magia del ídolo admirado para enfrentar al hombre de carne y hueso, su evidente cansancio por las entrevistas infinitas, o la imposibilidad de usar sus mismos atributos como creador literario a la hora de intentar entender las tribulaciones de una circunstancia, o la distancia casi gélida para marcar sin matices la diferencia entre su visión de lo bueno y de lo malo.
Pero, es obvio, poco importa mi percepción personal sobre la figura del novelista que acaba de ganar el Premio Nobel. Mario Vargas Llosa -no se dude- es más que el Nobel, pero el Nobel le calza con justeza.
Jorge Luis Borges fue mucho más que el Nobel y prueba que el premio no modifica nada. Con los años -creo-, a diferencia de tantos y tantos escritores laureados por los suecos, el novelista peruano pervivirá porque es una de las grandes figuras de nuestras letras, tanto como es una figura influyente en el debate sobre el pensamiento moderno en política y en filosofía política y como tal será también recordado.
Por eso conservo sus tres tomos de
Contra viento y marea, lo mejor de su obra ensayística política, aunque muchas veces me siento muy lejos de sus ideas, pero nunca indiferente a sus provocaciones.
Lo que no haré jamás será alejarme de sus novelas que leí con fruición. Vargas Llosa no es como Rulfo hombre de un par de obras, pero, cuando se tenga que escoger, me da la impresión de que él mismo preferiría una o dos de sus grandes novelas antes que una difusa obra completa, tan desigual cuanto prolífica. Quizás, sin embargo, antes de afirmarlo tan categóricamente valdrá recordar
La guerra del fin del mundo, Lituma en los Andes y
El hablador, o dos deliciosas novelas difícilmente catalogables como
Pantaleón... y
La tía Julia..., y habrá que rendirse una vez más ante la evidencia de que ha logrado una obra literaria de una profundidad tal que una parte de América Latina, una parte de la condición humana, una parte de la luz y la oscuridad de lo que somos, lo hace un autor imprescindible del paso de dos siglos al que ha acompañado con las armas que ese tránsito le ha dado.
Pero, permítaseme escoger el desencanto de Zavalita y la bella muchacha ciega como los dos seres más entrañables que inventó el deicida que más admiré cuando tenía 17 años.